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Alegoría del patrimonio

Un libro de Françoise Choay

Agotado

Longseller

El estudio y la preservación del patrimonio histórico han alcanzado una importancia en el mundo entero difíciles de explicar únicamente desde su contribución al conocimiento de la historia y el arte o desde su papel en la industria del ocio. Françoise Choay indaga en el porqué de ese culto al patrimonio a través de su relación con la memoria y el tiempo. Investiga su significado y las transferencias semánticas de las que ha sido objeto a lo largo de cinco siglos, reflejo de un estado de la sociedad y de los interrogantes que la habitan.

Descripción técnica del libro:

15 x 21 cm
264 páginas
Español
ISBN/EAN: 9788425222368
Rústica
2007 (9ª tirada)
Descripción
Descripción

Detalles

El estudio y la preservación del patrimonio histórico han alcanzado una importancia en el mundo entero difíciles de explicar únicamente desde su contribución al conocimiento de la historia y el arte o desde su papel en la industria del ocio. Françoise Choay indaga en el porqué de ese culto al patrimonio a través de su relación con la memoria y el tiempo. Investiga su significado y las transferencias semánticas de las que ha sido objeto a lo largo de cinco siglos, reflejo de un estado de la sociedad y de los interrogantes que la habitan.

Françoise Choay (París, 1925), escritora y crítica de arte, es historiadora de las teorías y de las formas urbanas y arquitectónicas. Ha sido directora del Institut d’Urbanisme de París VIII y ha impartido cursos en numerosas universidades europeas y norteamericanas. En 1995 obtuvo el Grand Prix National du Patrimoine. Entre otras publicaciones, es autora de El urbanismo, utopías y realidades (1963), La règle et le modèle (1980), Dictionnaire de l’urbanisme et de l’aménagement (1988), Pour une anthropologie de l’espace (2006), Le Patrimoine en questions. Anthologie pour un combat (2009) y La terre qui meurt (2011).

Índice de contenidos
Índice de contenidos

Índice de contenidos:

Introducción. Monumento y monumento histórico

Capítulo I. Los humanismos y el monumento antiguo
         
Arte griego clásico y humanidades antiguas
         
Restos antiguos y humanitas medieval
         
La fase antiquizante del Quattrocento

Capítulo II. El tiempo de los anticuarios. Monumentos reales y monumentos representados
         
Antigüedades nacionales
         
Gótico
         
Advenimiento de la imagen
         
La ilustración
         
Conservación real y conservación iconográfica

Capítulo III. La Revolución Francesa
         
La clasificación del patrimonio
         
Vandalismo y conservación: interpretación y efectos secundarios
         
Valores

Capítulo IV. La consagración del monumento histórico, 1820-1960
         
El concepto de monumento histórico como tal
         
Prácticas: legislación y restauración
         
La restauración como disciplina
         
Síntesis

Capítulo V. La invención del patrimonio urbano
         
La figura memorial
         
La figura histórica: papel propedéutico
         
La figura histórica: papel museal
         
La figura historial

Capítulo VI. El patrimonio histórico en la era de la industria cultural
         
Del culto a la industria
         
La valorización
         
Integración a la vida contemporánea
         
Efectos perversos
         
Conservación estratégica

Capítulo VII. Anexo. La competencia de edificar
         
Informe presentado al Rey, el 21 de octubre de 1830, por M. Guizot, ministro del
Interior, para instituir el cargo de inspector general de los monumentos en Francia

Bibliografía
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Extracto de la introducción:

‘Monumento y monumento histórico

Patrimonio. Esta palabra tan antigua y hermosa estaba inicialmente enlazada a las estructuras familiares, económicas y jurídicas de una sociedad estable, arraigada en el espacio y en el tiempo. Recalificado por diversos adjetivos (genético, natural, histórico, etc.) que lo han transformado en un concepto ‘nómada’, el término prosigue hoy una trayectoria diferente y resonante.

Patrimonio histórico. Expresión que designa un fondo destinado al disfrute de una comunidad planetaria y constituido por la acumulación continua de una diversidad de objetos agrupados por su común pertenencia al pasado: obras maestras de las bellas artes y de las artes aplicadas, trabajos y productos de todos los saberes y habilidades humanas. En nuestra sociedad errante, incesantemente transformada por la movilidad y la ubicuidad de su presente, la expresión ‘patrimonio histórico’ ha llegado a ser uno de los términos clave de la tribu mediática. Remite a una institución y a una mentalidad.

La transferencia semántica sufrida por el término señala la opacidad de la cosa. El patrimonio histórico y las conductas asociadas a él se encuentran inmersos en estratos de significaciones cuyas ambigüedades y contradicciones articulan y desarticulan dos mundos y dos visiones del mundo.

El culto rendido hoy al patrimonio histórico requiere mucho más que la constatación de una satisfacción. Es preciso preguntarse sobre su sentido porque éste culto, olvidado y la vez rutilante, revela un estado de la sociedad y de los interrogantes que la habitan. Y tal es la perspectiva con la que aquí lo encaro.

Entre tantas otras categorías del fondo inmenso y heterogéneo del patrimonio histórico, retengo como ejemplar la que concierne más directamente al marco de vida de todos y de cada uno: el patrimonio edificado. En el pasado, se habría hablado de los monumentos históricos, pero las dos expresiones ya no son sinónimas. A partir de la década de 1960, los monumentos históricos constituyen sólo una parte de una herencia incesantemente incrementada por la anexión de nuevos tipos de bienes y por la ampliación del marco cronológico y de las áreas geográficas en las que tales bienes se inscriben.

En Francia, en el momento de la creación de la primera Comission des Monuments Historiques, en 1837, las tres grandes categorías de monumentos históricos estaban constituidas por los vestigios de la antigüedad, los edificios religiosos de la edad media y algunos castillos. En el período que siguió a la II Guerra Mundial, el número de bienes inventariado se había multiplicado por diez pero su naturaleza apenas se había alterado: pertenecen, esencialmente, a la arqueología y a la historia de la arquitectura culta. Desde ese momento, todas las formas del arte de edificar -cultas y populares, urbanas y rurales, todas las categorías de edificios, públicos y privados, suntuarios y utilitarios- han sido incorporadas bajo nuevas denominaciones: arquitectura menor, expresión proveniente de Italia para designar construcciones privadas no monumentales construidas a menudo sin la intervención de arquitectos; arquitectura vernácula, expresión proveniente de Inglaterra para distinguir edificaciones marcadas por el terruño; arquitectura industrial -de las fábricas, estaciones y altos hornos-, expresión acuñada primero por los ingleses. Finalmente, el dominio patrimonial ya no se limita a los edificios individuales, incluye conjuntos de edificaciones y tejidos urbanos: manzanas y barrios urbanos, aldeas, ciudades completas e incluso conjuntos de ciudades, como refleja ‘la lista’ del Patrimonio Mundial establecida por la UNESCO.

Hasta la década de 1960, el marco cronológico en el que se inscriben los monumentos históricos carecía de límites -no como ahora- hacia las fuentes del pasado, coincidiendo así con el de la investigación arqueológica. Y hacia adelante no llegaba a traspasar los límites de la segunda mitad del siglo XIX. Hoy los belgas lamentan la desaparición de la Maison du Peuple (1896), obra maestra de Vic-tor Horta, demolida en 1968, y los franceses la de Les Halles de Victor Baltard, destruidas en 1970, a pesar de las enérgicas protestas llegadas de toda Francia y del mundo entero. Aunque prestigiosas, estas voces eran las de una minoría confrontada a la indiferencia general. Tanto para la administración pública como para la mayoría de las personas, los ligeros pabellones encargados por Napoleón III y Haussmann no cumplían más que una función trivial que les impedía formar parte de la clase de los monumentos. Pertenecían, además, a una época conocida por su mal gusto. En la actualidad, una parte del París haussmanniano está declarada monumento y, en principio y desde entonces, es intocable. Lo mismo ocurre con la arquitectura modern style, ilustrada en Francia en el cambio de siglo por Hector Guimard, Jules-Aimé Lavirotte y la escuela de Nancy, y cuya breve carrera llevó inmediatamente a asimilarla a una moda y a menospre-ciarla.

El siglo XX mismo ha forzado las puertas del dominio patrimonial. Ahora estarían sin duda clasificados y protegidos el hotel Imperial de Tokio, obra maestra de Frank Lloyd Wright (1915) que resistió a los sismos y que fue demolido en 1968; los talleres Esders de Auguste Perret (1919), demolidos en 1960; los grandes almacenes Schocken (1924) de Erich Mendelsohn en Sttutgart, demolidos en 1955; y el consultorio de Louis Kahn en Philadelphia (1954), demolido en 1973. Recientemente en Francia, una comisión encargada del ‘patrimonio del siglo XX’ ha trabajado en la elaboración de criterios y tipologías con el fin de no dejar escapar ningún testimonio históricamente significativo. Los propios arquitectos también se han interesado por la protección de sus obras. Le Corbusier había empezado, en vida, a buscar la protección de sus realizaciones, once de las cuales hoy ya están clasificadas como monumento histórico y catorce protegidas mediante otras figuras patrimoniales. La Villa Savoye ha sido objeto de varias campañas de restauración más costosas que las de numerosos monumentos medievales.

Finalmente, la noción de monumento histórico y las prácticas de conservación que lo acompañan se han expandido fuera del ámbito europeo en el que nacieron, su territorio exclusivo durante largo tiempo. También es cierto que la década de 1870 vio, en el marco de la apertura de la era Meiji, la discreta entrada del concepto de monumento histórico en Japón:5 para ese país que había vivido sus tradiciones como parte del presente, que no conocía otra historia que la dinástica, que sólo concebía el arte -antiguo o moderno- como algo vivo, y que conservaba sus monumentos nuevos gracias a su re-construcción ritual, la asimilación del tiempo occidental pasaba por el reconocimiento de una historia universal, por la adopción del museo y por la preservación de los monumentos como testimonios del pasado.

En la misma época, los EE UU eran los primeros en proteger su patrimonio natural, sin llegar a interesarse en la conservación de su patrimonio edificado, una preocupación más reciente que se inició con la protección de las residencias privadas de las grandes personalidades nacionales. En cuanto a China, ajena a estos valores durante largo tiempo, ha abierto y explotado sistemáticamente el filón de sus monumentos históricos desde la década de 1970.

La primera conferencia internacional para la conservación de los monumentos históricos, realizada en Atenas en 1931, reunió sólo a europeos. A la segunda, efectuada en Venecia en 1964, asistieron ya tres países no europeos: Túnez, México y Perú. Quince años más tarde, ochenta países pertenecientes a los cinco continentes habían firmado la Convención del Patrimonio Mundial.

La triple extensión tipológica, cronológica y geográfica de los bienes patrimoniales está acompañada por el crecimiento exponencial de su público.

El acuerdo patrimonial y la concertación de las prácticas de conservación no transcurren, sin embargo, sin disonancias. Los logros alcanzados empiezan a inspirar inquietudes: ¿no llegarán a engendrar la destrucción de su objeto? Los efectos negativos del turismo no se hacen sentir solamente en Florencia o en Venecia. La antigua ciudad de Kioto se degrada día a día. En Egipto, ha sido necesario cerrar las tumbas del Valle de los Reyes. En Europa, como en otras partes, la inflación patrimonial es combatida y denunciada también por otros motivos: costos de mantenimiento, falta de adaptación a los usos actuales, efecto paralizante sobre grandes proyectos de ordenación territorial. Se invocan igualmente la necesidad de innovar y las dialécticas de la destrucción que, a lo largo de los siglos, han ido estableciendo la sucesión de los antiguos por los nuevos monumentos. De hecho, y sin remontarse hasta la antigüedad o a la edad media y limitándose al sólo ámbito de Francia, baste recordar los centenares de iglesias góticas que fueron destruidas durante los siglos XVII y XVIII para su ‘embellecimiento’ y reemplazadas por edificios barrocos o clásicos. Pierre Patte, el arquitecto de Luis XV, preconizaba ‘el abandono’ de todas las construcciones góticas en su Plan para la Mejora y el Embellecimiento de París. Los mismos monumentos de la antigüedad, por muy prestigiosos que fueran en el período clásico, no dejaban por ello de ser destruidos -como ocurrió con el palacio de Tutela en Burdeos- desde el momento que obstruían los proyectos de modernización de ciudades y de territorios.

En Francia, la tradición de destrucción edificatoria y de modernización ilustrada por tales ejemplos sirve hoy de aval y de justifica-ción a numerosos políticos cuando se oponen a los planteamientos de los arquitectos responsables del patrimonio y de las comisiones de monumentos históricos y sectores protegidos. En nombre del progreso técnico y social, de la mejora de las condiciones de vida, el teatro de Nimes -clave de un conjunto neoclásico único en el país- ha sido reemplazado por un centro cultural polivalente. El mismo tipo de argumentos continúa siendo esgrimido en el Magreb y en Oriente Próximo para justificar la destrucción o la alteración de las medinas: tanto en Túnez como en Siria o en Irán, la voluntad política de modernización ha sido apoyada por la ideología del CIAM12 y sus vedettes.

Los arquitectos invocan, por su parte, el derecho de los artistas a la creación. Quieren, como sus predecesores, marcar el espacio urbano y no ser relegados fuera de sus límites ni verse condenados al pastiche en las ciudades históricas. Recuerdan que, en una misma ciudad o en un mismo edificio, los estilos han coexistido -yuxtapuestos y articulados- a lo largo del tiempo. La historia de la arquitectura, desde la época del románico a la del gótico flamígero o a la del barroco, puede leerse en algunos de los grandes edificios religiosos europeos: en las catedrales de Chartres, de Nevers, de Aix-en-Provence, de Valence o de Toledo. La seducción de una ciudad como París proviene de la diversidad estilística de sus arquitecturas y de sus espacios. Éstos no deben ser inmovilizados por una conservación intransigente sino continuada: de ahí la pirámide del Louvre.

Los propietarios, por su parte, reivindican el derecho a disponer libremente de sus bienes para extraer los placeres o los beneficios de su elección. Argumentos que chocan, en Francia, con una legislación que privilegia el interés público. Pero que no dejan de prevalecer, sin embargo, en los EE UU, donde la restricción a la libre disposición del patrimonio histórico privado se considera una limitación de la libertad de los ciudadanos.

Las voces discordantes de los adversarios son tan poderosas como su determinación. No hay día en que no surjan nuevos casos. Las amenazas permanentes que pesan sobre el patrimonio no impiden, sin embargo, un amplio consenso en favor de su conservación y de su protección en las sociedades industriales avanzadas, oficialmente defendidos en nombre de los valores científicos, estéticos, memoriales, sociales y urbanos encarnados en ese patrimonio. Así, un antropólogo americano sostiene que, a través de la mediación del ‘turismo de arte’, el patrimonio edificado será el lazo federador de la sociedad mundial.

Consenso / contestación: las razones y los valores invocados en favor de cada posición requieren un examen y una evaluación críticos. Inflación: se la ha podido atribuir a alguna estrategia política, incluye muy evidentemente una dimensión económica y señala, sin duda, una reacción ante la mediocridad del urbanismo contemporáneo. Sin embargo, estas interpretaciones de las conductas patrimoniales no son suficientes a la hora de explicar su extraordinario desarro-llo. Ni logran, tampoco, agotar su sentido.

Indagar en el enigma de ese sentido constituye, justamente, mi propósito: la zona semántica del patrimonio edificado en vías de constitución, escasamente penetrable, a la vez fría y candente. Para situarme, me remontaré en el tiempo en busca de unos orígenes pero no de una historia; utilizaré imágenes y referencias concretas, pero no haré un inventario. Y previamente hay que precisar -al menos provisionalmente- el contenido y la diferencia entre dos términos que sirven de base al conjunto de las prácticas patrimoniales: monumento y monumento histórico.

¿Qué entender, en primer lugar, por monumento? En francés, el sentido original del término es aquel del latín monumentum, a su vez derivado de monere (avisar, recordar), aquello que interpela a la memoria. La naturaleza afectiva de su vocación es esencial: no se trata de constatar cosa alguna ni, tampoco, de entregar una información neutra sino de suscitar, con la emoción, una memoria viva. En este primer sentido, el término monumento denomina a todo artefacto edificado por una comunidad de individuos para acordarse de o para recordar a otras generaciones determinados eventos, sacrificios, ritos o creencias. La especificidad del monumento consiste entonces, precisamente, en su modo de acción sobre la memoria que utiliza y moviliza por medio de la afectividad, para que el recuerdo del pasado haga vibrar al diapasón del presente. Ese pasado invocado, convocado, en una suerte de hechizo, no es cualquiera: ha sido localizado y seleccionado por motivos vitales, en tanto que puede contribuir directamente a mantener y preservar la identidad de una comunidad étnica, religiosa, nacional, tribal o familiar. El monumento es, tanto para quienes lo edifican como para los que reciben sus mensajes, una defensa contra los traumatismos de la existencia, un dispositivo de seguridad. El monumento asegura, da confianza, tranquiliza al conju-rar el ser del tiempo. Garante de los orígenes, el monumento calma la inquietud que genera la incertidumbre de los comienzos. Desafío a la entropía y a la acción disolvente que el tiempo ejerce sobre todas las cosas, naturales y artificiales, el monumento intenta apaciguar la angustia de la muerte y de la aniquilación.

Esta manera de relacionarse con el tiempo vivido y con la memoria -o, en otros términos, su función antropológica- constituye precisamente la esencia del monumento. Todo lo demás, es contingente y, consecuentemente, diverso y variable. Lo vimos en lo que toca a los destinatarios, y lo mismo sucede con sus expresiones y formas: tumba, templo, columna, arco del triunfo, estela, obelisco, tótem.

El monumento se asemeja fuertemente a un universal cultural. Parece estar presente, bajo una multiplicidad de formas, en todos los continentes y prácticamente en todas las sociedades, posean o no escritura. Según los casos, el monumento rehúsa las inscripciones o bien las acoge, parsimoniosa o liberalmente hasta, a veces, recubrirse con ellas y esbozar una deriva hacia otras funciones.

Sin embargo, el papel del monumento, en su sentido original, ha perdido su importancia de forma progresiva en las sociedades occidentales, tendiendo a borrarse en tanto que el término mismo adquiría otras significaciones. Los léxicos lo atestiguan. Ya en 1689, Antoine Furetière parece otorgarle un valor arqueológico en detrimento de su valor memorial: ‘Testimonio que nos queda de algún gran poderío o grandeza de los siglos pasados. Las pirámides de Egipto, el Coliseo, son hermosos monumentos de la grandeza de los reyes de Egipto, de la república romana’. Algunos años más tarde, el Dictionnaire de l’Académie Française instala correctamente el monumento en su función memorial para el presente, pero sus ejemplos traicionan un sesgo esta vez hacia valores de estética y de prestigio: ‘Monumento ilustre, soberbio, magnífico, duradero, glorioso’.

Esta evolución es confirmada, un siglo después, por Quatremère de Quincy. Éste observa que ‘aplicado a las obras de arquitectura’ el término monumento ‘designa un edificio construido sea para eternizar el recuerdo de cosas memorables, sea concebido, edificado o dispuesto para llegar a ser un agente de embellecimiento y de magnificencia en las ciudades’. Y prosigue indicando que, ‘bajo este segundo aspecto, la idea de monumento, más relativa al efecto del edificio que a su objetivo o a su utilización, puede convenir y aplicarse a todos los tipos de edificios’.

Es cierto que los revolucionarios de 1789 no cesaron de soñar con monumentos ni de construir en el papel los edificios por medio de los cuales querían declarar la nueva identidad de Francia. No obstante, si estos proyectos están efectivamente destinados a servir a la memoria de las futuras generaciones, también actúan en otro registro. La evolución, que puede rastrearse en los diccionarios del siglo XVII, era irreversible. El monumento denota desde entonces el poder, la grandeza, la belleza: le corresponde explícitamente manifestar los grandes designios públicos, promover estilos, dirigirse a la sensibilidad estética.

Actualmente, el sentido del término ‘monumento’ ha seguido avanzando. Al placer dispensado por la belleza del edificio le han seguido el deslumbramiento o el asombro provocados esta vez por la proeza técnica, así como una versión moderna de lo colosal en la que Hegel había visto el inicio del arte entre los pueblos de la alta antigüedad oriental. A partir de ese momento, el monumento se impone a la atención sin trasfondo, interpelando en el instante, trocando su antiguo estatuto de signo por el de señal. Por ejemplo: el inmueble Lloyd’s en Londres, la torre de Bretagne en Nantes, o el Arco de la Defensa en París.

La progresiva desaparición de la función memorial del monumento tiene, sin duda, muchas causas. Evocaré sólo dos, ambas inscritas en la continuidad del tiempo. La primera tiene que ver con el lugar cada vez mayor que, desde el renacimiento, las sociedades occidentales otorgan al concepto de arte. Anteriormente, los monumentos estaban destinados a acercar los hombres a Dios o a recordarles su condición de criaturas, y exigían de quienes los edificaban la mayor pericia y perfección en su trabajo, por ejemplo una gran luminosidad y una rica ornamentación. Pero no se trataba de belleza. Al otorgar a la belleza su identidad y su estatus, transformándola en el fin supremo del arte, el Quattrocento la asocia a toda celebración religiosa y a todo memorial. Y si Leon Battista Alberti, quien fuera el primero en teorizar sobre la belleza arquitectónica, todavía conserva piadosamente la noción original de monumento, también es, sin embargo, quien inicia la progresiva sustitución del ideal de memoria por aquél de belleza.

La segunda causa reside en el desarrollo, perfeccionamiento y difusión de las memorias artificiales. Su paradigma venenoso fue, en Platón, la escritura.18 Sin embargo, la hegemonía memorial del monumento no se verá amenazada hasta que la imprenta entregue a la escritura un poder sin precedentes en la materia.

El perspicaz Charles Perrault queda encantado al ver cómo, por la multiplicación de los libros, desaparecen las presiones que pesaban sobre la memoria: ‘hoy [...] ya no se aprende casi nada de memoria porque se tienen libros que se leen, a los que se puede acudir en caso de necesidad y cuyos pasajes se citan con más seguridad, pues se pueden copiar, sin que medie la fe en la memoria, como se hacía antes’. Entregado a su júbilo de hombre de letras, no imagina que el inmenso tesoro de conocimientos puesto a la disposición de los doctos contenga en sí una práctica del olvido y que las nuevas prótesis de la memoria cognitiva sean nefastas para la memoria orgánica. Desde fines del siglo XVIII, el término ‘historia’ designa una disciplina cuyo saber, cada vez mejor acumulado y conservado, guarda las apariencias de la memoria viva en el mismo momento que la suplanta y que debilita sus poderes. Sin embargo, la historia ‘sólo se constituye si se la mira, y para mirarla es necesario estar excluido’: la fórmula expresa, hasta el abismo, la diferencia y el papel inverso del monumento, cuya presencia de objeto metafórico está encargada de revivir un pasado privilegiado y sumergir en él nuevamente a quienes lo contemplan.

Siglo y medio después del elogio de Perrault, Victor Hugo pronuncia la oración fúnebre del monumento, condenado a muerte por la aparición de la imprenta. Su intuición de visionario se ha visto confirmada por la creación y el perfeccionamiento de nuevos modos de conservación del pasado: memorias de las técnicas de grabación de la imagen y del sonido que encierran y entregan el pasado bajo una forma más concreta, ya que está directamente dirigida a los sentidos y a la sensibilidad, ‘memorias’ -más abstractas y desencarnadas- de los sistemas electrónicos. (…)’

Copyright del texto: sus autores
Copyright de la edición: Editorial Gustavo Gili SL

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