Del inabarcable reino de la flora, los árboles son uno de los seres vivos más presentes en la cultura humana y, sin embargo, están todavía lejos de revelar todos sus misterios y secretos. Son seres bellos, ingeniosos, de enorme envergadura e increíblemente capaces de ocupar el espacio, salir de cualquier situación difícil y resistirse a la voluntad de control del hombre. No molestan y viven más que cualquier otro ser vivo.
Francis Hallé, científico de renombre internacional y descubridor de la “arquitectura botánica”, no solo posee la ciencia de los árboles, sino que ha sabido transmitir como nadie toda su pasión por estos prodigios de la naturaleza. Entender el reino vegetal, afirma el ecologista francés, requiere una “revolución intelectual” y hoy, más que nunca, es una emergencia. Este libro, una conferencia de Hallé que nos introduce en los secretos y la alteridad de los árboles, es una pequeña contribución a ello.
Índice
Conferencia sobre los árboles
Turno de preguntas
Exctracto del primer capítulo:
'Conferencia sobre los árboles
Ni por un instante se me ocurriría esconder la simpatía que me inspiran los árboles, ni la admiración que, desde hace tiempo, siento por ellos. Hace algún tiempo, estaba en un avión, y un industrial subió y se sentó a mi lado; creo que era en Teherán. Empezamos a charlar porque compartíamos un mismo idioma y aquel hombre me dijo algo que no he olvidado: “Sea cual sea el oficio que ejerzas, en un momento dado te preguntarás si no estás perdiendo el tiempo, incluso si la actividad que llevas a cabo no es perjudicial. Tanto da si eres comerciante, arzobispo, pescador, músico o médico; tarde o temprano tendrás la impresión de estar perdiendo el tiempo. Solo existe una excepción: si plantas árboles, es seguro que lo que haces está bien”. Me gustó mucho lo que me dijo.
Encuentro a los árboles vivos, muy hermosos, extraordinariamente autónomos y volveré a hablar de ello, pues la autonomía es esencial: lo único que pide un árbol es que se le deje en paz. Encuentro que son muy útiles para la especie humana, son discretos, a veces un tanto callados, y totalmente pacíficos. Todas estas son cualidades en las que deberían inspirarse nuestras sociedades actuales. Del mismo modo se plantea la cuestión de saber si tienen defectos. No es realmente un defecto, pero son tan estables y silenciosos que no los vemos. En la ciudad, la mayoría de la gente no se fija en los árboles, o solo los ve cuando son talados. Para muchos de nuestros contemporáneos, no se trata de objetos vivos. Esta idea, evidentemente falsa, es fruto de la discreción y el silencio propios de estas plantas.
Antes de explicarles por qué me gustan tanto, quisiera recordar que a algunas personas no les gustan; personas que han dejado indiscutibles huellas escritas de esta falta de afecto hacia los árboles, como Jean-Paul Sartre en La náusea (1938). En un jardín público, el narrador de este libro se percata repentinamente de que junto a su banco se yergue un tronco cuyas raíces penetran en el suelo y salen de él; una visión que le resulta insoportable. También hay que citar a Gilles Deleuze, otro filósofo. No estoy criticando a estos autores, solo señalo lo que pensaban de los árboles. En un breve opúsculo de pocas páginas titulado Rizoma (1976), Gilles Deleuze ve en el árbol el símbolo del totalitarismo. Por otra parte, pienso también en Ronald Reagan. Cuando era presidente de Estados Unidos, lo llevaron a ver las secuoyas de California y dijo: “Vista una, vistas todas”. Otro ejemplo es Samuel Beckett. En Esperando a Godot (1952), un personaje llamado Estragón dice: “El árbol no sirve para nada, solo puede servir para que uno se ahorque”. Quizá haya sido esto lo que me ha impulsado a escribir un Alegato por el árbol, pues pienso que el árbol se merece algo mucho mejor que tales opiniones negativas.
Aun así, fíjense en que las personas que han hablado bien del árbol son mucho más numerosas, empezando por Jean Giono, que dice cosas buenas de los árboles en su novela corta El hombre que plantaba árboles (1953). Voltaire, ya anciano, retirado en Ferney, escribía a sus amigos parisinos: “Solo me dedico a plantar árboles: sé que soy demasiado viejo y que no disfrutaré de sus frutos ni de su sombra, pero no veo una manera mejor de ocuparme del porvenir”. Esta frase es muy bella. También habría que hablar del revolucionario Georges-Jacques Danton, de Victor Hugo, de Yibrán Jalil Yibrán, de André Gide o de Francis Ponge; siendo, este último, alguien por quien siento una ternura especial ya que nacimos en la misma ciudad del sur y que escribe: “Los animales equivalen a lo oral, las plantas, a lo escrito”. Me parece que ha captado en pocas palabras una idea muy importante: los animales son muy monos y divertidos, me hacen reír, pero no se puede confiar en ellos porque se mueven y al día siguiente ya no están; en cambio, uno puede confiar en el árbol. No hay que olvidarse de Rainer Maria Rilke, Colette, Blaise Cendrars, ni de Paul Valéry, quien dice cosas esenciales. Valéry escribió un libro breve, de pocas páginas, titulado Diálogo del árbol (1943). En mi época de estudiante, leí este libro sin tener yo entonces ningún conocimiento particular sobre los árboles, con la sensación de no comprender lo que escribía ese señor, pues él era literato y yo científico. Pensaba que no estábamos hechos para entendernos y no le saqué partido a su texto. Volví a leerlo hace tiempo y ahora lo releo con regularidad. Escribe: “El árbol deja ver su tiempo”. Para mí estas palabras son profundas y potentes. Estos poetas y literatos tienen a veces, en ámbitos que no son los suyos —Valéry, por ejemplo, era más bien matemático—, intuiciones fulgurantes. “El árbol deja ver su tiempo”. Así es... [...]'
Copyright del texto: sus autores
Copyright de la edición: Editorial Gustavo Gili SL