Las bañeras, las cocinas y los tenedores esconden una historia. La vida privada dice tanto de una civilización como el análisis de sus batallas y contiendas. Todo sobre la casa desgrana, estancia por estancia, la evolución de la vivienda a lo largo de la historia y nos descubre el origen de nuestros arraigados hábitos domésticos.
Si los romanos comían acostados y durante la Edad Media se impuso la costumbre bárbara de comer sentado alrededor de una mesa, los reyes renacentistas, en cambio, solían comer solos frente a un numeroso séquito que permanecía de pie a su alrededor. Las primeras camas construidas eran estructuras elevadas para evitar humedades, corrientes y ratas, y más que un mueble destinado al descanso, para la nobleza medieval el lecho fue uno de los epicentros de la actividad social de la corte, donde se recibían visitas o se trataban asuntos de Estado. Los baños no gozaron de un espacio propio en la vivienda hasta bien entrado el siglo xx, cuando convergió la generalización de las tuberías, el agua caliente y las doctrinas higienistas…
Anatxu Zabalbeascoa narra en este libro una crónica amena y apasionante de aquellos hechos que, como éstos, han configurado la evolución de la casa y de nuestros hábitos domésticos. Arquitectura, tecnología y vida privada confluyen en esta obra transdisciplinar que, partiendo de un análisis social y antropológico, nos narra la historia de seis espacios —baño, cocina, dormitorio, jardín, salón, comedor— para desvelarnos la evolución de nuestra propia cotidianidad. Por sus páginas no sólo desfilan Le Corbusier y Chippendale, el estilo Imperio y los jardines colgantes de Babilonia, sino también inventores y decoradores, políticos y monarcas, así como nobles, burgueses y campesinos.
El estudio de la autora discurre en paralelo a las potentes ilustraciones de Riki Blanco, que han sido minuciosamente creadas para este relato, y logran captar y trasladar al lector a ambientes pretéritos con excepcional agudeza.
Extracto de la introducción
“Nuestras casas saben bien cómo somos”
Juan Ramón Jiménez, Espacio
Las alcobas y los tenedores cuentan una historia. Se puede saber tanto de la historia de la civilización analizando sus batallas como observando sus hábitos privados. Por eso la historia de la casa encierra muchos de los secretos de los hombres. Datos con frecuencia aparcados por los historiadores como qué se comía, cómo y con cuántos se dormía, cuándo se bañaba la gente o cómo eran las ventanas de los hogares desvelan cómo son los seres humanos tanto como el lugar, la fecha y el botín de las batallas que sí figuran en los libros de historia al uso. La antropología, que centra su análisis en la evolución del comportamiento humano, es una ciencia joven, mucho más que la arquitectura. Pero revela que las mejores fuentes para averiguar cómo se vivía provienen de la época en la que sucedieron las cosas. Así, escritos, edificios, cerámicas, pintura y tradiciones ayudan a descifrar de dónde venimos.
Es cierto que en muchos lienzos se retrataba la mejor cara de una sociedad, su rostro engalanado cuando no disfrazado. Por eso el análisis de la vida doméstica basado en su representación más perfecta podría dar lugar a equívocos si los juicios no fueran contrastados. Evidentemente, eran muy pocas las casas holandesas del siglo xvii que tenían alfombras persas o turcas como las que aparecen, incansablemente expuestas sobre mesas, en el retrato de los interiores domésticos de la época. Pero es un dato que las casas pudientes tuvieran la costumbre de mostrarlas en mesas y no en el suelo.
Las viviendas chinas se construían con la madera procedente de la tala de sus bosques. Por eso nada queda que permita reconstruir cómo era allí la vida doméstica hace siglos. Nada hasta que alguien da con otra vía de conocimiento. El cariz conservador de la sociedad china permite aventurar que la dinastía Ming (1368-1644) no construía de manera muy distinta a como lo hacían sus remotos antepasados, aunque sea imposible comprobarlo. Se ha comprobado, en cambio, que durante la dinastía Han, doscientos años antes de Cristo, cuando se levantó la Gran Muralla, los poderosos enterraban en sus tumbas maquetas de barro de sus viviendas. Éstas dan una idea de cómo vivían los pudientes. Finalmente, lo que sabemos de la vida cotidiana china, y de las viviendas de la Antigüedad también, nos ha llegado por la literatura de una cultura que se ex-presó antes con la caligrafía que con la arquitectura.
El arquitecto historiador Stephen Gardiner sostiene que cada pueblo elige su estilo. Los flamencos el gótico, los franceses el manierismo y la gente corriente la desnudez sin afectaciones: las fachadas sin ornamentar. Tanto como los estilos o la técnica, la normativa ha dibujado el tamaño de ventanas y, consecuentemente, el aspecto de las fachadas. Pero el buen diseño supera normas y retos: puede solucionar cualquier problema. En Ámsterdam, la estrechez de los edificios impuso grandes ventanales para poder introducir el mobiliario. Esa necesidad uniformó sus fachadas. Y el deseo de convertir la suma de fachadas de los edificios en una sola cara de la ciudad nació con el crecimiento de las grandes urbes. Se dio, por ejemplo, en Roma en la época renacentista.
Gardiner cree también que la arquitectura evolucionó dando siempre dos pasos adelante y uno atrás. “Cuanto mayor era el paso adelante mayor era también el paso atrás (en la historia) en busca de sabiduría.” Así, Andrea Palladio rebuscó en el pasado y se remontó hasta los romanos para dar orden a la arquitectura. Ni imitó ni negó, analizó. Se atrevió, por ejemplo, a contradecir a Vitruvio asegurando que los techos planos no servían, que producían goteras. Palladio trazó una línea de continuidad. Supo elegir más que idear. Y supo hacer de lo local lo universal. Sus villas se convirtieron en un modelo, no tanto para hacer grandes mansiones como para dibujar las fachadas de edificios. Y a partir de la suma de esos edificios se podía construir una ciudad.
El pasado revela más necesidades que caprichos detrás de las grandes decisiones arquitectónicas. Debió de ser el exceso de sol y la necesidad de ventilación lo que propició la construcción del peristilo griego. Y cuando los españoles llegaron a Sudamérica respetaron la estrechez de las calles para lograr sombra y uniformidad en las fachadas, además de para organizar el paso de aire y las corrientes. La falta de espacio hizo que en las ciudades romanas las viviendas subieran hasta cinco pisos de altura (Augusto puso el límite en 20 metros y Trajano lo bajó luego a 17,5). En esos edificios de vivienda podemos encontrar un origen remoto de los bloques actuales: para abaratar su construcción, las fachadas no estaban ornamentadas, sólo agujereadas por ventanas.
Pero no siempre fue la utilidad lo que decidió formas y distribuciones. Era típico de la arquitectura occidental destacar la fachada, y de la oriental ocultarla. La simetría habla de voluntad de control, del dominio del hombre sobre la naturaleza en Occidente. En Oriente, el acceso indirecto describe modestia frente a la misma naturaleza.
Aunque los lugares hablen con referencias y valores diversos, además de en idiomas distintos, las alcobas y los tenedores cuentan una historia. Pero si la antropología es una ciencia reciente más podría serlo la que recoge la historia del interiorismo, que tiene a Mario Praz, un profesor italiano de literatura inglesa, como una de sus figuras destacadas. Para el autor de la Historia ilustrada de la decoración interior desde Pompeya hasta el siglo xx, el hombre que no tenía sentimientos hacia la casa era como para Shakespeare el hombre que carecía de sentido musical: un tipo nacido para la traición, el engaño y el robo. “No hay que fiarse de un hombre semejante.” [...]
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