“La observación de las aves es, innegablemente, un estado de poesía. La práctica de la ornitología es un placer sencillo, accesible a todos. Para mí fue una forma de iniciación, y luego se convirtió en una necesidad.”
Ornitólogo entusiasta, en este maravilloso elogio de las aves migratorias, Jean-Noël Rieffel narra de qué manera despertó en él la pasión por la observación de las aves, y cómo llegó a convertirse en un modo de vida basado en la observación de la naturaleza y el reconocimiento de sí mismo como un ser conectado a sus ritmos y ciclos perpetuados. Una bella declaración de amor por las aves y una hermosa invitación a alejarnos de las vilezas de nuestra existencia y a tomarnos el tiempo para observar.
Índice
Prólogo 7
1. Elogio de la distracción 15
2. La observación atenta 37
3. El sentido de la búsqueda 51
4. Escuchando el canto de los pájaros 65
5. En busca del pájaro que voló 79
6. El silencio de los pájaros 105
7. El ga(n)g de los contadores 119
8. La experiencia François Terrasson 139
9. Epílogo 147
Prólogo
El ave de paso es el ave migratoria por excelencia: recorre el mundo para escapar de los periodos de frío y reproducirse en regiones más hospitalarias. Es el lazo de unión entre la geografía de los dos hemisferios terrestres, el artesano ligero de la alianza entre la tierra y el cielo. A imagen del vencejo negro que dedica toda su vida al vuelo, que llega en abril a Europa y se marcha a partir del mes de agosto a África, el ave de paso es el “diminuto satélite de nuestra órbita planetaria” (Saint-John Perse, Oiseaux [Pájaros]). Símbolo de la libertad absoluta, se burla de la gravedad terrestre para olvidar su peso y perderse en el espacio aéreo, tal como lo pintó maravillosamente bien Georges Braque —compañero artista de Saint-John Perse— en sus estampas.
Ante las crisis que sufrimos, resulta tranquilizador ver que la naturaleza perpetúa sus ciclos, con la regularidad de un metrónomo y una increíble fuerza vital, ignorando nuestros males y nuestras heridas.
Nosotros también somo aves de paso. “Nuestra tarea es imprimirnos tan profunda, dolorosa y apasionadamente de esta tierra provisional y frágil”, afirmó en su época Rainer Maria Rilke. ¡He aquí un formidable axioma de vida! Tenemos, más que nunca, el deber de capturar fragmentos del esplendor de este mundo que atravesamos apresuradamente. Estos instantes de belleza, resplandecientes como pequeños soles, se nos escurren entre los dedos como puñados de arena. Se nos escapan como la pérdida inherente a todo aquello observado y que no volveremos a encontrar. “Así es el mundo. No lo vemos durante mucho tiempo; solo el suficiente para aferrarnos a lo que brilla, y se desvanece, para llamarlo una y otra vez, y temblar al dejar de ver”, resume tan acertadamente Philippe Jaccottet (Paroles dans l’air [Palabras en el aire]). Esta belleza que resplandece en la fugacidad, debemos intentar retenerla y preservarla de modo absoluto como un tesoro para las generaciones futuras. Es el homenaje más bello que podamos hacerle.
Mi acercamiento a la naturaleza se ha construido sobre su observación atenta, bajo todas sus formas. Las imágenes que le he arrebatado son los bienes más preciados, impresiones intensas y fugaces recogidas a lo largo de mi vida: puestas de sol de colores turnerianos recogidas en el Loira en otoño; nubes que parecen salir de un Magritte y se desgarran en el cielo; los reflejos rutilantes de la luna sobre el mar; la librea incendiaria de un ginkgo arrugada por el viento otoñal; esa cetonia de color verde esmeralda agazapada en una rosa, el ciervo volador que deambula en el interior de un tocón de roble viejo; el esplendor azulado de un martín pescador que pasa volando a ras de los sauces; las nubes ordenadas de estorninos que caligrafían el cielo de diciembre; esas grullas que se deslizan sobre un fondo de nubes coloreadas a rayas con el oro del crepúsculo, y la lista continúa…
Pienso en aquella mañana de otoño en el bosque de la región de Sologne, al amanecer, cuando las altas hierbas delicadamente escarchadas y los helechos de reflejos cobrizos se envolvían en el mullido tejido de la niebla. Recuerdo la textura de la madera que crujía bajo mis pies. El bosque, engalanado con ardientes colores otoñales, exhalaba un olor a musgo y setas. De repente, con un susurro de alas, una sombra se deslizó entre las hileras de árboles, y desapareció. Era la becada, la misteriosa reina del bosque, que pasaba ante mí y me deleitaba.
He fijado meticulosamente todas estas imágenes en mi memoria como insectos en la caja de un entomólogo. Forman un herbario de sensaciones. Es, sin duda, la colección de la que me siento más orgulloso.
El gran poeta Novalis solía decir que hay que estar “perpetuamente en estado de poesía”. ¿Consiguió hacer que este requerimiento fuera su día a día? Algo así se escribe en un arranque de buenas intenciones y, luego, nos pasamos la vida traicionándonos. Esta frase me obsesiona. Me he jurado no renunciar, mantener el fuego a través de la observación de las aves.
La observación de las aves es innegablemente un estado de poesía. La práctica de la ornitología es un placer sencillo, accesible a todos. Para mí fue una forma de iniciación, y luego se convirtió en una necesidad. En los albores de la cuarentena, se ha transformado en un arte de vivir que combina paciencia y silencio (aptitudes indispensables si se quiere penetrar en un bosque y no limitarse a entrar en él como un viajero impasible que atraviesa el vestíbulo de una estación). Exhorta a hacerse olvidar y a fundirse en el paisaje, estimula la observación de los pequeños detalles y aboga por una identificación rigurosa. Valores cada vez más ortogonales a los de nuestro tiempo.
Encadenados a los smartphones y “centrados en el ego” (Régis Debray), apartamos cada vez más la mirada de los demás, salvo quizá para compararnos con ellos. Nosotros — sobre todo los urbanitas — nos alejamos rápidamente de la naturaleza, salvo para desahogarnos con actividades cada vez más lúdicas. Basta con observar a los pasajeros de un tren para constatar que la mayoría de ellos están pegados a sus smartphones, herméticamente cerrados a sus vecinos y su entorno. Sin embargo, el tren ofrece un balcón agradable sobre la naturaleza, que pasa a buen ritmo y abarca numerosos paisajes. La reciente pandemia de videoconferencias ha acentuado la sintomática victoria de las pantallas. Nuestras vidas son cada vez más digitales.
La sensibilidad de conmovernos y emocionarnos con la naturaleza se está convirtiendo en algo esencial. La excepcional crisis de biodiversidad que vivimos, la “sexta extinción masiva” es ante todo “una crisis de sensibilidad” según el filósofo Baptiste Morizot, es decir “una extinción de la experiencia de la naturaleza”. Los pájaros son los guías que nos instan a combatir esta crisis, a experimentar la naturaleza mediante el arte de prestar atención. Nos anclan a la vida.
Sigue habiendo demasiada ignorancia sobre las aves; persiste la confusión entre los vencejos y las golondrinas, o bien entre los cuervos y las cornejas que, sin embargo, son algunas de las especias de aves más comunes entre nosotros. ¿Quién ha oído hablar alguna vez del acentor común, ese pajarito parecido al gorrión, muy común en la ciudad, poco asustadizo, discreto, y cuyo canto es tan melodioso?
La mayoría de nuestros hijos están más familiarizados con los nombres de las aplicaciones digitales que con los de los pájaros. Ya en 1963, en Le Droit d’être naturaliste [El derecho a ser naturalista], el gran biólogo Jean Rostand escribía: “Hay veces en que me pregunto si no seremos los últimos amantes de la realidad, los últimos en utilizar apasionadamente nuestros ojos para hacer justicia a los encantos de lo visible”. ¿Era premonitoria su preocupación?
Necesitamos imperiosamente volver a conectar con el lado salvaje de nuestro mundo. Necesitamos redescubrir urgentemente la forma de prestar atención a los seres vivos, de cultivar el espíritu salvaje. Para ello, el ave de paso es un guía formidable. Son a la vez el colibrí de la leyenda amerindia, el canario que protege a los mineros del grisú o bien la abubilla que guía a miles de pájaros peregrinos en busca del fabuloso dios alado Simorgh.
Tanto si se trata de la abubilla persa o de otras especies, las aves nos conducen a la búsqueda de nosotros mismos: nos enseñan el silencio, la paciencia, la soledad, el sentido de la maravilla, nos interrogan sobre nuestra relación con el tiempo, sobre la fragilidad de nuestras vidas y de quienes nos rodean. Con sus amplias alas, sus vuelos y las modulaciones de su canto, los pájaros nos salvan.