El perejil gigante del Cáucaso, las onagras, el hinojo, la ambrosía… Arrastradas por el viento, desplazadas por los animales o bajo las suelas de nuestros zapatos, las especies vagabundas han conquistado con audacia y vitalidad nuestros bosques y páramos. Se las llama “malas hierbas”, “plagas” o “invasoras” y, con demasiada frecuencia, se les prohíbe la entrada en nuestros jardines. Son muchos los que se empecinan en declararlas enemigas, pero ¿representan verdaderamente algún peligro?
El botánico y paisajista francés Gilles Clément alaba estas especies de nombres exóticos y originales comportamientos que campan felices en su “jardín en movimiento”. En este bello alegato, nos describe los orígenes y la historia de una variada selección y nos permite entender cómo la acción de los seres humanos es en gran medida la causante de sus vagabundeos.
Una magnífica defensa del mestizaje planetario escrita desde la sabiduría del jardinero y la poética del escritor.
Introducción 7
Algunas vagabundas 13
El perejil gigante del Cáucaso 15
Los gordolobos 20
Las onagras 25
El cardo borriquero 30
El tojo 34
El hinojo 39
El árbol del cielo 45
La chumbera 51
El cocotero 56
La neguilla 61
La ambrosía 64
La salicaria 69
El altramuz arbóreo 74
La acacia cyclops 78
Las ludwigias 83
La hierba de la Pampa 89
El arbusto de las mariposas 93
La hierba nudosa japonesa 98
La adormidera 101
La lantana 106
El cosmos 110
La caulerpa 113
Las arañuelas118
Planeta, país sin bandera 123
Bibliografía 150
“Si reflexionamos sobre cualquier fenómeno vital, incluso ateniéndonos a su más estrecho significado, que es biológico, comprendemos que violencia y vida son más o menos sinónimos. El grano de trigo que germina y resquebraja la tierra helada, el pico del polluelo que rompe la cáscara del huevo, la fecundación de la mujer, el nacimiento de un bebé son tildados de violentos. Y nadie culpa al bebé, a la mujer, al polluelo, a la yema, al grano de trigo”.
Jean Genet
Las plantas viajan, sobre todo las hierbas.
Se desplazan en silencio, a semejanza de los vientos; nada puede hacerse en su contra.
Si cosecháramos las nubes, nos sorprendería recoger imponderables simientes mezcladas con loess, polvos fértiles. Ya en el cielo se dibujan paisajes imprevisibles.
El azar organiza los detalles, utiliza todos los posibles vectores para distribuir las especies. Todo sirve para el transporte, desde las corrientes marinas hasta las suelas de los zapatos. La parte esencial del viaje corresponde a los animales. La naturaleza fleta pájaros consumidores de bayas, hormigas jardineras, ovejas tranquilas, subversivas, cuya lana contiene campos y campos de semillas. Y luego el ser humano. Animal inquieto en incesante movimiento, libre actor del intercambio de la diversidad.
La evolución sale ganando. La sociedad no. El más mínimo proyecto de gestión choca con el calendario previsto. ¿Cómo ordenar, jerarquizar, tasar?, lo posible surge en todo momento. ¿Cómo mantener el paisaje, gestionar sus gastos si se transforma a merced de los huracanes? ¿Qué plantilla tecnocrática aplicar a los excesos de la naturaleza, a su violencia?
Frente a los vientos, frente a los pájaros, queda la cuestión de las prohibiciones. La naturaleza inventiva condena al legislador a revisar los textos, a buscar las palabras tranquilizadoras.
¿Y si se estuviera asegurando contra la vida?
Un proyecto así —el seguro a cualquier precio— encuentra aliados inesperados: los radicales de la ecología, los que se aferran a la nostalgia. Nada tiene que cambiar, nuestro pasado depende de ello dicen los unos; nada tiene que cambiar, la diversidad depende de ello dicen los otros. Clamor contra el vagabundeo.
El discurso va más allá. Al político: reúne a quienes piensan que es necesario erradicar las especies procedentes de otros lugares. ¿Qué pasará si los extranjeros ocupan el terreno? Hablamos de supervivencia.
La ciencia acude a socorrernos: la ecología, rehén de sus propios integristas, se utiliza como argumento. Aquí nace el engaño: los cálculos estadísticos, la recogida de datos para elaborar los censos llevan a un genocidio tranquilo, planetario y legal. Al mismo tiempo, se dibuja un engaño más amplio: designar como patrimonio el más mínimo carácter identitario —un paraje, un paisaje, un ecosistema— para así
poder rechazar todo aquello que no lo refuerza.
Todo en nombre de la diversidad, tesoro que hay que preservar para inconfesables propósitos. Quizás pueda conseguirse algún dinero o algunas denominaciones; las energías se movilizan contra el proceso intolerable de la evolución.
Para empezar, se ataca a los seres que no tienen nada que hacer aquí, sobre todo si aquí se sienten felices. En primer lugar, hay que eliminar; después ya se verá. Regular, contabilizar, fijar las normas de un paisaje, las cuotas de existencia. Declarar enemigos, pestes y amenazas a los seres que osan traspasar estos límites. Iniciar un procedimiento, definir un protocolo de acción: ir a la guerra.
Este libro se opone a una actitud ciegamente conservadora. Considera la multiplicidad de los encuentros y la diversidad de los seres como riquezas que se suman al territorio.
Observo la vida en su dinámica, con su tasa ordinaria de amoralidad. No juzgo, pero sí tomo partido a favor de las energías capaces de inventar situaciones nuevas en detrimento probable de la cantidad. Diversidad de configuraciones contra diversidad de seres. Una cosa no impide la otra.
Elogio de las vagabundas se remite al jardín: al planeta considerado como tal. Al jardinero, pasajero de la Tierra, mediador privilegiado de maridajes inesperados, actor directo e indirecto del vagabundeo, vagabundo él también.
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Copyright de la edición: Editorial Gustavo Gili SL